Érase una vez.
Érase tan frágil, al
resguardo de la bondad, en su mundo caminaba entre las masas con libertad
porque nadie osaría herirle. Decidió que necesitaba aprender del valor y optó
por llegar hasta un mundo donde el tiempo provee de relevancia a cada instante
pues es finita la existencia de los seres que habitan ese plano. ¿Qué mejor
ejemplo encontraría que observar a esos humanos aprovechando de cada momento para llevar luz a sus vidas y las de los suyos?
¿Cómo podría fallar en elegir a los hombres como ejemplo de unidad y evolución?
Tan pura llegó dispuesta a conocer la nobleza, observar cómo se construye un legado
para generaciones futuras, cuanto se cuida el planeta que les da sustento, de qué
modo los humanos interactúan con las
especies que dominan gracias a su evolución. Érase una vez podría hacer esto, su regalo para los dignos sería único. Pero se encontró con seres que le
envidiaron desde el fango, le robaron de sus posesiones llamativas, le
agredieron intentando colar su corrupción dentro de su ser, disfrutaron
viéndole sangrar como a un humano más y le ignoraron cuando sólo le quedaba el
único recurso de importancia: su guía espiritual.
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