Frío.

 Lo conseguí. Su figura afilada en la noche, sus labios con escarcha, su sonrisa destellante, sus cabellos gélidos... se han desvanecido.
 Era su eco en los recuerdos, las noches en que repasaba las imágenes, esas secuencias perfectas donde me volví el narrador omnisciente de mi propia vida. Porque visto desde el presente conozco el final de la historia, he presenciado cuanto dura el sentimiento, como se fragmenta la pasión, cuando está fingiendo que le importo tanto como al principio y su mirada vacía en mi presencia, tan aburrida de mí. 
Consigo analizar los detalles que nos separarán eventualmente, hasta llegar al momento en que sucederá. Incluso más importante, reproduciendo estas postales de nosotros, puedo vislumbrar la razón de nuestro final. 

 Me empuja con fuerza contra la pared, cerca del río, escucho el agua corriendo, la virtud de una noche invernal, pocos peatones. Podemos besarnos y calentarnos como sabemos, como siempre buscamos hacerlo cuando la helada se siente en el aire y estamos volviendo de un pub, con muchos tragos encima que acompañaron cada mirada, cada sonrisa, cada frase con doble intención. 
Sentimos el alcohol en cada beso, el vapor acompaña pocas palabras, las necesarias que no pueden contenerse. Somos dos siluetas que danzan, en un contraste de grises, negros y azules, bajo una noche despejada. El cielo tan claro, su Luna blanca y el ambiente fresco. Busco debajo de las capas de su ropa, se sienten tan delicadas al tacto, todos los detalles que dispuso para gustarme, en los que no había reparado con tanta precisión hasta este momento. 
Mi mente está ocupada imaginando otras cosas, situaciones de un futuro inmediato, quitándonos el frío. Caminamos disimulando cuanto nos deseamos en este momento, adoptamos la expresión ausente, en las calles prístinas, mientras cruzamos desconocidos que están sintiendo lo mismo. Es una fina capa de escarcha la que recubre nuestra fachada. Y la derretiremos juntos en breve.

 Amanezco en mi habitación, todo el blanco es tan pulcro, casi inerte, clínico. Los ecos de su voz, su cuerpo, su aroma, aún no han despertado. Ojalá pudiera moverme tan cautelosamente que no lo hicieran  jamás. 
No quiero otro día con su presencia en mi mente, su ausencia en el presente y los detalles que nos separaron en el pasado. No se quedan ahí, ese el problema, vienen para que los reproduzca una y otra vez. Incluso cuando ya entendí, dilucidé, anoté, reflexioné, me ilusioné y volví a sentirme solo. Pero aquí está conmigo, la secuencia de nuestra pelea.

 Me quedo mirando su sofá, blanco, siempre ese color me persigue, gélido. Tiene detalles de metal, es muy costoso, refinado, inexpresivo. Allí hicimos el amor muchas veces, una detrás de otra por horas, días, semanas, meses. No llegábamos a la habitación, no podíamos resistir la urgencia, era la emoción pura. 
Me está gritando, no sé bien como llegó a levantar la voz, piensa que ya no tiene sentido, que no podemos seguir así, “tal vez deberíamos dejar de vernos un tiempo”. Siento como baja la temperatura con cada palabra que dice, por un momento desconozco a esta persona. 
¿Es quién me quitaba el sueño hace unos meses? ¿Me perdí de algo? ¿Cuándo fue que su deseo abrumador por mí devino en frío? Se cansa de hablarme, nota que no estoy presente. 

Es extraño imaginar que estoy pensando en ese momento, mientras observo la secuencia. Tal vez pensaba que estamos lejos, tan lejos dentro del mismo espacio, desconectados como antes de conocernos.

Su mirada concentra mi atención, me besa, intenta sentir lo que antes le provocaba, recorro su cuerpo con mis manos, tratamos de abrigarnos porque la habitación se ha congelado. 
Le miro mientras se cubre de escarcha, quiere que la derrita con mi emoción. Pero no puedo hacerlo, mis lágrimas se detienen en mi rostro, congeladas. Es el momento de nuestro fin.

 Sus palabras llegaron hasta esa parte olvidada, donde no daba la luz, postergada por temores ridículos, nociones sin sentido para un ser humano, criatura que solo tiene el presente y sabe que dispone de limitado tiempo. Consiguió que recuperara esa vitalidad, el deseo de estar firme para disfrutar pleno de la vida. Derritió los picos de hielo con su llegada, mientras pasaban días de grandiosas charlas, sonrisas cómplices, visitas inesperadas, salidas espontáneas, caricias dulces, besos incandescentes. 
Así nuestro hielo natural se mantuvo alejado por mucho tiempo, paciente, esperando que flaqueemos. Y lo hicimos, le dimos tiempo y espacio para envolvernos, cada vez que pasábamos un día entero sin hablar o comunicarnos de alguna forma, cada momento que quebramos esas promesas grabadas en el vidrio empañado por el frío que estaba fuera de nuestra unión, le permitimos recuperar su lugar y alejarnos.

 Toda mi vida busqué ese alguien capaz de llegar hasta mí, destruir mis muros y sacarme de este frío… 

Busco ese momento, donde la belleza se concentre pura dentro de lo espontáneo. Aquello que no puede ser razonado, solo experimentado, la emoción extática, tan difícil de conseguir como de contener, la descarga de adrenalina sobre un trozo de hielo. Es lo que importa y continúo buscando, receptivo, ya sin temores, apenas escarchado. 





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